lunes, 18 de mayo de 2015

Mi nombre es Luz, valga la redundancia


Desde siempre ha corrido por el pueblo el rumor de que  las trillizas de los Álvarez Garcés somos unas chicas raras. Y se refieren a nosotras con ese término tan poco preciso porque, a pesar de que todo el mundo hace conjeturas, no hay nadie que conozca a ciencia cierta cuál es nuestra verdadera singularidad que, dicho sea de paso, nos acompaña desde que aún manchábamos pañales. Escuchen...   
Todo empezó, según nos han contado nuestros  padres, cuando Marta, Jana y yo cumplimos el primer año. A la vez que dábamos nuestros primeros pasos, fuimos desarrollando la extraña cualidad que nos hace tan especiales: nuestros cuerpos, al llegar las doce de la noche, empiezan a despedir una luz de un color amarillo verdoso que, según parece, los primeros días era un tanto apagada, pero que a medida que pasaban las fechas iba cobrando fuerza. Mis padres, desbordados por nuestra peculiaridad, hablaron con el tío Anselmo, que trabajaba como investigador en el hospital militar más  prestigioso de Estados  Unidos: el Walter Reed, conocido, entre otras cosas, por ser donde se le practicó la autopsia a John F. Kennedy.
El ingreso se demoró algo así como dos meses, tiempo que necesitó nuestro tío para gestionar todo el tema burocrático y buscarle alojamiento a mamá. A lo largo de esos casi sesenta días, la conclusión a la que llegaron mis padres fue, por un lado, que «lo nuestro» no era contagioso (al menos a ellos no les había afectado) y por otro, que la intensidad de la luz que emitíamos era escalonada: aumentaba progresivamente con el paso de los días hasta alcanzar un máximo y, a partir de entonces, empezaba a disminuir paulatinamente hasta llegar a desaparecer por completo, aunque solo por un día. Después: vuelta a empezar. 
Ya en el Walter Reed y durante algo más de seis meses, especialistas de las más diversas ramas se encargaron de estudiar a fondo nuestros cuerpecillos. Mi  madre nunca  a dudado en calificar aquel período de analíticas, ecografías, radiografías, densitometrías, resonancias y no sé qué otros experimentos como el más angustioso de toda su vida. Por supuesto, todas las pruebas se llevaron a cabo bajo el mayor de los secretos, como únicamente un hospital militar es capaz de hacer, evitando de ese modo que la prensa se  hiciera eco de un  asunto tan poco usual.
Al final, tras más de medio año de investigación exhaustiva, los resultados fueron concluyentes:
Lo de las niñas ─le dijo tío Anselmo a mamá─ no es normal, pero tampoco nocivo. Digamos que es una extravagancia con la que deberán aprender a vivir.  ─Frase que a mi madre se le quedó grabada en la memoria y que repite, palabra por palabra, cada vez que surge el tema.
Y, efectivamente, de eso se trataba. Light eccentricity, creo recordar haber leído en el informe que todavía conserva mamá. Algo así como una excentricidad lumínica que, siguiendo las fases lunares, incide en nosotras haciéndonos refulgir como si fuéramos seres venidos desde otra galaxia. 
Por lo que he ido averiguando con el  tiempo, el largo período que mamá y nosotras tuvimos que pasar lejos de casa fue interpretado por los curiosos vecinos de Fisgón como un síntoma de que algo no marchaba bien. Además, en todo ese tiempo, mi padre se limitó a dar contestaciones vagas cada vez que fue preguntado al respecto alimentando con ello toda la rumorología que se había  generado. Para colmo, nuestra vuelta al pueblo tampoco ayudó a disipar aquel runrún creciente ya que mi madre fue cualquier cosa menos explícita a la hora de justificar una ausencia tan prolongada. Al parecer se limitó a decir que nos habían estado tratando de un problema de huesos, pero que ya estaba todo más o menos controlado. Ni siquiera los familiares más cercanos, a excepción por supuesto de tío Anselmo, han llegado a conocer la verdad.
Pasaron los años y, aunque la gente tiende a ir olvidando, el hecho de que nunca fuéramos de acampada, que nos perdiéramos todas las excursiones cuando había que pasar la noche fuera o que siempre tuviéramos que excusarnos cuando alguna amiga nos invitaba a dormir en su casa, hizo que el cotilleo nunca llegara a cesar del todo. Seguimos sintiéndonos observadas con cierto recelo, si bien eso nunca nos ha impedido llevar nuestro ¿problema?, ¿anomalía? (eso: anomalía) lo mejor que hemos podido.  
Ahora, a mis veintitrés años, tengo un novio formal que me quiere con locura. Se llama Benigno y es de Cándido, un pueblecito cercano. Y, aunque al principio se le hacía extraño tener que traerme de vuelta a casa a una hora en la que la mayoría de jóvenes seguía divirtiéndose, pronto comprendió que esa condición era innegociable. Para no mentir, solo durante alguna noche de luna nueva, cuando mi fosforescencia pasa a ser imperceptible, me atreví a alargar la velada.
La semana pasada me pidió que me casara con él. Estaba  muy ilusionado y no paraba de hablar y de hacer planes. Yo no lo interrumpí en ningún  momento, la idea me halagaba, me hacía feliz hasta que, de repente, se le puso cara de palo y me dijo: 
Hay un problema. ─Yo  noté que se me tensaban todos los músculos─. Tengo el tabique nasal algo torcido y por las noches  no paro de roncar.
Les puedo asegurar que, tras escuchar aquellas palabras, respiré aliviada (yo por problema entiendo algo mucho  más grave) y lo único que pensé fue: A ver cómo le explico yo a Benigno que eso no es nada comparado con lo mío.