jueves, 20 de febrero de 2014

En otra vida




A una edad en la que el amor descarta, ya, el febril calor del sexo que tanto magnifica y martiriza las relaciones y busca acomodo en el mullido lecho de una compañía apacible, Juan Manuel y Rosalía habían encontrado su propio remanso vital, un dócil espacio acotado, en el que sólo cabían ellos y sus libros.
      Un día más, un cosquilleo tan sutil como irreprimible les alborotó el pecho al reencontrarse en el bar donde se citaban para tomar juntos un café humeante y cargado de aroma; ese cafelito matutino que tan bien les sabía a los dos. Ajenos al bullicio nervioso del local, que una jornada de diario imponen los que son arrastrados corriente abajo por las aguas de la vida actual, ellos se contaban sus lecturas con pausa; cada uno la suya, justo desde el punto donde la habían dejado el día anterior.  
      Pagada la consumición, los personajes que habitaban las páginas de aquellas novelas cobraban vida y salían con ellos a estirar las piernas por un parque cercano, abandonando, por unas horas, las asépticas paredes de la residencia donde vivía Juan Manuel desde que enviudara hace, ya, tres años y las repletas estanterías de Rosalía que tanto habían engordado desde que quedara sola mucho tiempo atrás.  
     Escogieron un banco próximo a los columpios, que a esas horas de la mañana disfrutaban de un descanso merecido, y entregándose a los cálidos lametones de un bondadoso sol de principios de otoño, se zambulleron en las letras. Él estaba acabando una historia de amor bien trazada que transcurría en el Madrid de los años sesenta. Rosalía, por su parte, paseaba por las calles de París acompañando a unos pintores bohemios, tan soñadores como lo había sido ella, como lo seguía siendo. 
     Juan Manuel acabó el libro y, esbozando una sonrisa, lo cerró; le había gustado el final. Se quitó las gafas y mirando de reojo a Rosalía le preguntó, sin despegar los labios, dónde había estado todos estos años. Ella, que se sintió observada, dejó de leer y, sin levantar la vista del papel, pensó cuán distinta hubiera sido su vida al lado de Juan Manuel. 

jueves, 13 de febrero de 2014

Mañana: puchero




Tenía la costumbre de aprovechar aquellos ratitos para ir repasando mentalmente sus principales tareas del día siguiente. Por supuesto, la posibilidad de que esta noche ocurriera algo diferente a lo habitual era tan peregrina que la idea se diluyó antes, incluso, de tomar forma, y su pensamiento, tan sumiso como ella, se puso inmediatamente a lo suyo. Empezó por la lista de la compra: necesitaba apaño para el cocido; una botella de tinto, del barato; yogures, desnatados para ellos y de sabores para la niña; unos filetes de ternera, la última vez salió algo dura, parecía suela de zapato; una lechuga iceberg; zanahorias de las grandes; unas nueces, miel todavía le quedaba; y unas sevillanas, de siempre le habían vuelto loca esas aceitunas, él prefería las negras pero «¡una mierda, compraré las sevillanas!», se reafirmó, en silencio.  
      Cuando dejara la compra en casa, pasaría por el banco. Quería hacer un ingreso para que le regalaran el juego de cuchillos..., esos de Albacete..., esos que cortan tan bien, esos de la marca..., ¿qué marca era?, es famosa, sí, en fin no le salía y con aquel traqueteo tampoco le resultaba sencillo hacer memoria. Por muy poquito no le llegaba para las cacerolas; y del juego de maletas, ya, ni hablamos. «Huy, que no se me olvide poner la lavadora antes de salir», se dijo, sin mover los labios, claro.
     Mañana no habría piscina. Pediría hora para el pediatra. Sonia se había resfriado un poco y, aunque esta vez no le había dado por los mocos, le subía un ruido por el pecho, una especie de pitido finito, ahogado, que no le hacía ninguna gracia. Seguramente no sería nada pero prefería que la viera el médico. 
     Cuando aquello terminó, se levantó y salió descalza. Fue dando saltitos ya que el día había sido fresco y el suelo la recibió helado. Pasado el medio minuto de rigor escuchó la misma preguntita de siempre: «¿Te ha gustado, cariño?». Ella se aguantó el descojone como pudo y le volvió a mentir con un: «¡Ha estado genial!» mientras movía la mano bajo el chorro del bidé, esperando a ver si al grifo aquel le daba por echar agua caliente de una puta vez.

jueves, 6 de febrero de 2014

Esos ojos verdes



Pablo Montán y Pedro Guevara habían sido compañeros de clase desde el primer día y vecinos durante siglos. Uña y carne, entre ellos se desarrolló una especie de dependencia bilateral: donde iba Pablo, iba Pedro; lo que le gustaba a Montán, le gustaba a Guevara. Eran amigos íntimos, de los que se quieren de verdad; lo compartían todo. Con el paso del tiempo, sus vidas irían tomando distintos derroteros pero su amistad, bien cimentada, seguía inquebrantable.
      Pablo era de mediana estatura, delgado y muy moreno. Tenía un trato agradable, siempre con una sonrisa dibujada en la cara y dispuesto a charlar con el primero que se cruzara en su camino. Se le veía vivaracho y muy atrevido. Sin duda, era del tipo de persona que cae bien desde el primer momento. Pedro, bastante más reservado, tenía otras cualidades; su físico era la principal. Tenía un cuerpo muy cuidado y una cara angelical adornada con unos ojos de color verdemar, por los que habían suspirado muchas y alguno.
     El destino quiso que Pablo se casara con Lucía, una turbadora jerezana que había conocido meses atrás en un pub frecuentado por treintañeros con pasta. Todo iba bien, la vida le sonreía y era feliz. No le faltaba razón cuando a sí mismo se decía que tenía todo lo que un hombre de treinta y cinco años podía desear.
      El anuncio del embarazo de Lucía coincidió en el tiempo con lo que iba a ser una despedida abrupta e inesperada. Pedro, por motivos de trabajo, se trasladaba lejísimos, a más de seiscientos kilómetros, al fin del mundo. A Pablo la noticia le causó un dolor cáustico, una quemazón tan grande como si hubiese ingerido un largo trago de lejía, como si hubiera sido envenenado.
     Esta mañana, tras una larguísima temporada de silencio delator, Pablo se armó de valor para mandar un mail al que había sido su mejor amigo: «Ayer, Diego, cumplió seis meses», le escribió en un primer renglón seco. «Tiene la cara redondita de su madre. Y los ojos, verdes», concluyó.