miércoles, 22 de enero de 2014

Amador y compañía



Habían ido a cenar a un sitio caro el restaurante lo había elegido Amador y, pasadas unas horas, en la cama de un hotel con vistas, acabarían redondeando la noche.
     Todo era perfecto: un ambiente lujoso y discreto, unos platos exquisitos con sabor a mar y un blanco verdejo a la temperatura idónea. Les pareció excesivo tomar postre por lo que pasaron al café directamente y repitieron toma ya que la sobremesa, amena y distendida, se prestaba a ello. Amador, como de costumbre, dejó una propina generosa; y el camarero, como siempre, se despidió de él deseándole que pasara una muy buena noche.
     La luna, siempre vigilante, pareció no querer ser testigo del garbeo que con calma y sin rumbo definido decidió regalarse la pareja y se ocultó tras unas nubes remolonas que pasaban por allí. Fueron las farolas del paseo marítimo las que, dejando caer su luz, alumbraron la ruta que, tras más de media hora, acabó desembocando en la entrada del hotel Faro.
     No había prisa; tenían toda la noche por delante y decidieron tomar una copa en la terraza, frente al mar calmado, antes de dar rienda suelta a sus pasiones. La cita estaba próxima a alcanzar un punto sin retorno y era preciso no dejar ninguna puerta abierta por la que pudiera colarse ninguna duda de última hora.
     Con las manecillas del reloj anunciando la entrada de un nuevo día decidieron, por fin, subir a la habitación. Toda la discreción y tacto que habían exhibido a lo largo de la velada, se vino abajo nada más entrar en el ascensor que les conducía al septimo cielo. La seguridad que les rendía aquel minúsculo habitáculo fue suficiente para lanzarse con pasión a unos besos apremiantes que habían conseguido reprimir hasta entonces. Sólo la brevedad del viaje hizo que, con no poco esfuerzo, contuvieran enfundada toda la sensualidad que brotaba de aquellos dos cuerpos inflamables dispuestos a entrar en combustión pasados unos minutos.
     Cerraron la puerta de un empujón y, dejando tras ellos un reguero de prendas, alcanzaron la cama totalmente excitados. «Estoy un poco nervioso», le confesó Samuel. «Tú vas a ser el primero», le recordó.

domingo, 12 de enero de 2014

Septiembre



             
Un caluroso día de principios de septiembre parió una noche estrellada y más bien fresca que no restó sudores a aquellos dos cuerpos desnudos que descansaban en el asiento trasero del coche de él. «No me canso de tí», se arrancó a decir Julia, rompiendo un silencio sordo que transcurría envuelto en espesos vapores que empañaban por completo los cristales del Ibiza. «Me gustaría que este verano no acabara nunca», continuó, sintiéndose completamente ridícula nada más acabar la cursi frasecita. Javier, que con su metro noventa desparramado trazaba un escorzo complicado, no abrió la boca; prefirió mantenerse callado aunque, para complacerla, alargó su mano y con la yema del pulgar dibujó un corazón en aquella ventanilla saturada de vaho, que Julia, enseguida interpretó como un maravilloso gesto de amor.
     El sonido de un motor arrancando y unas luces que echaron a andar alumbrándoles de izquierda a derecha rasgaron la quietud de la pareja que, hacía un rato ya, había recobrado el ritmo sosegado de sus latidos. El paso del coche aquel fue suficiente para sacudirles del letargo en el que se habían instalado. Él se medio incorporó con movimientos perezosos y ella se estiró hasta alcanzar el paquete de tabaco para encender un cigarrillo que consumirían a medias. Las caladas se alternaron, ahora sí, con las voces de ambos; con unos discursos ahogados que rivalizaban en belleza y dulzura pero no así en compromiso. Las palabras de ella eran hermosas y sentidas y sonaban tan sólidas que, de haberlo intentado, las habrían podido tocar antes de caer por su propio peso. Eran declaraciones, eso sí, tintadas de una tristeza que venía provocada por la pronta marcha de él y angustiadas por un tiempo por venir que aparecía difuminado en el horizonte del adiós del próximo martes. Las de él, sin embargo, eran palabras tan bonitas como enmascaradas, tan melosas como huecas. Eran afirmaciones tramposas que, jugando, ascendían despreocupadas hasta mezclarse con el humo del cigarro, creando con él una atmósfera turbia.
     Javi bajó la ventanilla y lanzó con fuerza la colilla y el condón y tras ellos salieron también disparadas sus promesas, que hechas ya jirones, habían estado revoloteando en el interior del coche que acababa de ser testigo de la última vez que se amaron Julia y Javier.