lunes, 25 de noviembre de 2013

Cena salada

             

Limpió bien los mejillones. Los introdujo acompañados de unos trozos de limón en una cazuela con poca agua y los dejó a fuego lento durante unos minutos. En cuanto abrieron, los retiró, pero los mantuvo tapados para que conservaran el calor. Cuando él llegara, los serviría en la fuente más bonita, aquélla que sólo lucía por Navidad. Desde siempre, los mejillones al vapor y la botellita de Ribeiro abrían sus cenas especiales, todo un clásico venido a menos desde que el corto genio de Serafín se había empezado a cebar en ella con demasiada frecuencia.
      Sofrió la cebolla y los puerros cortados en juliana. Añadió el caldo de verduras y lo dejó cocer lentamente durante veinte minutos. Lo apartó del fuego y una vez templado le agregó la patata cocida en trocitos, la nata líquida y la leche. Lo batío todo bien hasta que le quedó una crema homogénea y le añadió una pizca de pimienta molida, como le gustaba a él. Había pensado en la crema de puerros como la mejor opción para el primer plato de aquella noche expectante y fría. Mientras retiraba la batidora echó un vistazo al reloj y observó que habían pasado, justo, veinticuatro horas desde que ayer, Serafín, se derrumbara en sus brazos disuelto en lágrimas: le lloró con mocos, como lloran los niños que se han perdido en el supermercado; le suplicó compasión, con la misma vehemencia que suplican los condenados a muerte cuando caminan al encuentro del verdugo; y le rogó, lastimosamente, una última oportunidad que sin duda no merecía.
      En una bandeja echó una capa espesa de sal y colocó la lubina encima. La cubrió con otro grueso manto salado que presionó ligeramente para que quedara bien compacta y la introdujo en el horno a doscientos grados. Pasada una media hora, cuando ya se había creado esa especie de armazón característico, sacó la bandeja y procedió a romper con cuidado la costra salina que retiró junto con la piel del pescado. Cuando se enfriara, limpiaría los lomos y emplataría. Nada de añadirle vinagretas ni guarniciones, Serafín prefería disfrutar del sabor de la lubina: solo, con un chorrito de aceite de oliva y punto. Aparcada esta tarea, se dispuso a dar el último toque al postre, no sin antes tomarse un respiro de medio segundo, el tiempo necesario para enderezar un poquito su dolorida espalda y pasarse el dorso de la mano por la frente y los pómulos sin reparar que el colorete empleado para tapar el par de moratones se había corrido dibujando feos churretes.
     Por más que lo intentaba no había manera; a medida que se acercaba la hora, a Consuelo le resultaba más difícil reprimir el involuntario temblor que se había apoderado de su cuerpo, un cuerpecito menudo, casi aniñado, que a esas alturas exudaba nerviosismo por cada uno de sus poros. De todos modos no albergaba, o no quería albergar, la menor duda; después de lo de anoche estaba segura, o quería estarlo, de que esta vez la cosa iba en serio, de que su arrepentimiento era sincero y de que, a partir de hoy, se empezaría a escribir con renglones rectos y sin más tachones la nueva etapa de un matrimonio cuarentón que tras superar numerosos baches alcanzaba una convivencia sosegada.
     Serafín abrió la puerta. Entró despacio, haciendo tintinar las llaves, como avisando. «¡Consuelito!», le voceó desde el recibidor. Ella reaccionó tensando todos sus músculos. «Consueliiitooo», repitió, enfatizando lo más que pudo el diminutivo. El corazón de ella se aceleró igual que el tambor redobla con mayor ímpetu a medida que aumenta la tensión. Cuando la llamó por tercera vez, sus lágrimas saladas salpicaban, ya, la tarta de manzana, que en esos momentos decoraba con unas hojitas de menta.


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