La clandestinidad de los encuentros otorgaba una excitación añadida que devenía en lujuria a eso de las cinco y media de la tarde cuando, sobre las sábanas, los amantes se entregaban a la carne de gallina de los primeros roces, al contacto de la lengua húmeda sobre la piel, a los besos con mordisco, a las maniobras escurridizas de los labios en busca de trofeo. Jugando y retozando enredaban sus cuerpos para empezar a danzar en armonía, con meneos rítmicos y acompasados que iban ganando intensidad hasta acabar en envites cada vez más violentos. Con la respiración acelerada él, y con los últimos gemidos ahogados contra la almohada ella, se acababa desbordando el uno y colmando la otra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario