jueves, 8 de mayo de 2014

Bellas Artes

La primera vez, fue de manera fortuita. Llegaba apretada por la hora y se sentó donde buenamente pudo. La segunda, casi. Sin tantos apuros, accedió al tren, de manera inconsciente, por la misma puerta que el día anterior y allí estaba él. El miércoles, el encuentro fue provocado. María buscó sentarse justo delante del chico moreno con ojos claros que ocupaba, siempre, la ventana izquierda del último vagón.
     Las cuatro semanas que duró el aburrido curso de María fue tiempo suficiente para que entre ella y el joven estudiante de Bellas Artes prendiera una atracción física lo suficientemente voraz como para provocar, al cabo de los días, una cita en el piso alquilado de él. En torno a dos tazas de café, María, diez años mayor que su Apolo, supo conducir el encuentro por un camino calmado, jalonado de conversaciones suaves pero con un propósito concreto que preludiaron en un sofá desgastado con una salada degustación de pieles. Con los cuerpos medio desnudos ya, y absolutamente dispuestos, alcanzaron el colchón donde culminaron su mezcla. Ese jueves, María llegó tarde a casa y el viernes, su último día de clase, madrugó más de la cuenta para cambiar de horario y de vagón.
     Ya habían pasado varios meses desde aquello y, aunque la aventura le había dejado un sutil poso en su memoria, nunca se había sentido invadida por calor alguno proveniente de aquel rescoldo. Esta noche, sin embargo, era distinto. Una noticia relacionada con una exposición itinerante de arte griego despertó en ella una juguetona reacción a la que le urgió dar respuesta.
     Con una excusa poco trabajada dejó a su marido viendo la tele y se metió, aun temprano, en la cama. Allí, mientras la expectante oscuridad se relamía de gusto, su imaginación corrió en su búsqueda para traerlo a su lado. María, que se agitaba excitada entre las sábanas, empezó a notar calor cuando descolgó los tirantes del camisón para jugar con sus pezones. Después, cuando su mano buceó con habilidad entre sus muslos, comenzó a sudar hasta quedar empapada. Por supuesto, Gustavo, delante del televisor, se partía de risa viendo Ilustres Ignorantes, el programa del Plus. 
   


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