jueves, 29 de enero de 2015

Buscando a Marina




Mi niña es un pez. Un pez, sí, como lo oyen. Aunque tampoco es que sea un pez cualquiera, vamos, que no es una sardina, ni un lenguado; digamos que es, pues... más humana: con los ojitos saltones, como los míos, y los mofletitos regordetes, igual que los de su madre. Y tiene un color precioso, de un naranja chillón, casi rojo, muy brillante y que contrasta divinamente con los tintes platas de las aletas.
     Recuerdo perfectamente el día que nació. Nada más recibir la noticia, colgué el teléfono, salté de la silla y salí disparado de la oficina. Corrí hasta la floristería de la esquina y, con el ramo en una mano y un peluche en la otra, abordé un taxi que me llevó volando al hospital. Crucé como un rayo el pasillo de consultas externas, subí las escaleras de dos en dos y llegué a la quinta planta sin aliento. Mi hermana, que parecía estar montando guardia en la puerta de la 547, me vio llegar y salió al encuentro.
     Mira, Lolo, antes de entrar tienes que escucharme.   
     Aquellas palabras me hicieron sentir frío, pero no un frío cualquiera; era el frío que acompaña al miedo, ese latigazo helado que sube desde el coxis hasta la última de las vértebras y acaba erizándote el vello. Con la angustia del que espera sentencia, le pregunté qué pasaba.
     No sé cómo decírtelo, hermano, verás... es que hubo un silencio que duró un segundo, o más. Vaya, que has tenido un pez. Sí chico, un pez. Los doctores dicen que es una hembrita, y que tiene un problema; bueno, un problema o una deficiencia, no sé cómo lo han dicho exactamente; en fin, que no puede nadar.   
     Noté una especie de impacto violento, algo así como un puñetazo vertical y ascendente en pleno mentón. Las piernas me temblaron, o creo que me temblaron, y me vi obligado a apoyar la espalda en la pared. No era posible. Aquello iba contra natura. ¿Cómo podía ser que una pececilla no pudiera nadar? ¿Sería por falta de calcio? No, tal vez fuera algo genético. Claro. Nadie en mi familia sabe nadar. Tenemos mucha facilidad para correr y saltar, sí, todos hemos practicado atletismo, pero la verdad es que ninguno hemos nacido con las cualidades del corcho, vamos, que nos metemos en la piscina y ¡plof!, nos hundimos sin remedio.
     Tras hacerme a la idea, tomé aire y entré en la habitación. Desde la misma puerta, sonreí a Concha, mi mujer, y bajé la vista hasta el recipiente de cristal que sostenía entre las manos. 
      ¿Estás bien, cariño? Me acerqué para dale una beso en la frente. 
     Me contestó que sí, que todo había ido perfecto, y me devolvió la sonrisa a la vez que me ofreció a  nuestra chiquitina. Dejé las flores en la mesita y el Nemo de peluche ironías de la vida, a los pies de la cama y, con las manos libres, cogí aquel jarrón y lo puse a la altura de los ojos, justo a un palmo de la nariz. Marina, así se llama mi hijita, se desplazó empleando las aletas pélvicas a modo de muletas y se colocó justo delante de mí. La imagen de aquella pequeñaja, vista a través del cristal, se movía distorsionada, aumentando y disminuyendo en acompasados vaivenes. Me hizo gracia y lloré; lloré de emoción.     
     ¿El agua es salada? pregunté.      
     Concha afirmó con la cabeza y puntualizó que la proporción era de una cucharada sopera por cada litro.
     ¿La venden en farmacias?    
     No, con la de Mercadona, vale.
     Durante los primeros días de vida, la chiquitina fue perdiendo peso de manera continuada con lo que a la semana, se había quedado en las raspas y fue necesario dejarla ingresada, metidita en una piscincubadora. Cuando íbamos a visitarla, nos daba una pena terrible verla allí, pero sabíamos que era lo mejor para ella.
     Y, por fin, tras cuatro semanas eternas, pudimos sacarla del hospital, eso sí, nos hicieron hincapié en que visitáramos al pezdiatra con regularidad y nos recomendaron una ortopezdia donde podían confeccionarle a Marina un chalequito a base de no sé qué resinas a las que inyectaban helio o algo parecido, con lo que, a pesar de la atrofia de las aletas pectorales, podría llegar a nadar con cierta naturalidad en cuanto cogiera un poquito de soltura con la cola.
     Ya en casa, Ariadna, mi otra hija, recibió a la pequeña con frialdad; los típicos celitos ya saben, y aunque ya han pasado más de cinco meses, sigue mirando a Marina con el recelo de un perro guardián. Yo, para que continúe sintiéndose la reina de la casa, me vuelco en ella y le permito todos los caprichos. Sin ir más lejos, la semana pasada, para su cumpleaños, me pidió que le regalara una mascota. Se había empeñado en un gatito; Rómulo lo llama. Es precioso y muy juguetón, ya lo verán ya, aunque otro día; hoy no me encuentro demasiado bien. De hecho, esta tarde, como me duele la cabeza, he salido del trabajo un poco antes de lo habitual, pero cuando he entrado en casa, no he podido evitar reírme al ver a Ariadna salir del salón como un cohete y al minino esconderse debajo del sofá. A Marina es a la que no veo. Su globo de cristal está vacío. Imagino que se la habrá llevado Concha al parque, a coger un poquito de sol.


       

 

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