sábado, 28 de marzo de 2015

Alto precio


Xia pegó la nariz contra el cristal de la tienda y, una a una, fue mirando todas las gorras que estaban expuestas. Cuando vio la roja, sus ojos se volvieron redondos de alegría y sus labios se arquearon, dibujando una sonrisa que dejó ver sus dientes mellados. «¡Cómo mola!», pensó. «¡De Ferrari!». Arqueó su cuerpo un poquito hacia la izquierda, se aupó de puntillas y puso la mano en visera: 45 euros, marcaba. Después, tal vez por esa extraña facilidad que tienen los niños para asociar ideas, se acordó del enunciado de un problema: Almudena tiene en la hucha 15 monedas de 20 céntimos y 5 monedas de 10 céntimos. ¿Cuántos euros tiene Almudena? Efectivamente Almudena no podía comprar la gorra, ni ella tampoco. No la podía comprar ni aunque juntara el dinero de ambas. Pero ella la quería. Quería aquella gorra. La quería a toda costa. La quería para regalársela a José, su hermano mayor, al que tanto le gustaban las carreras de coches y al que tan bien le vendría para tapar su cabecita calva.
José era algo mayor que su hermana. Tenía casi catorce años y era hijo biológico de Antonio y Matilde, una pareja encantadora que, ante la imposibilidad de tener más hijos, habían decidido en su día adoptar a la pequeña Xia. José, a pesar de su enfermedad, seguía siendo un niño alegre y guasón. «Tócame la cabeza», bromeaba con su hermana. «Ya verás qué suave está». Y ella siempre le seguía el juego, aunque con cierto reparo, como si tuviera miedo de quemarse la mano o de recibir un calambrazo, como le pasaba cuando rozaba el coche los días de viento.
Aunque sus padres le habían explicado algo, Xia no podía entender que su hermano no tuviera pelo. «A ningún otro niño del pueblo le pasa», se decía. «A los mayores sí, hay muchos hombres viejos que son calvos. Pero ningún niño lo es. Es como si mis muñecas no tuvieran pies, o a mi bicicleta le faltaran las ruedas».
─¿Por qué no tienes pelo? le había preguntado a su hermano el día que volvió a casa.
Es por culpa de una enfermedad.
─¿Una enfermedad del pelo?
No. Una enfermedad de algo que tenemos dentro del cuerpo.
Será de los huesos dijo la niña. Dentro del cuerpo tenemos huesos. Y sangre. La sangre también está dentro. Si te cortas te sale. Un día me corté en un dedo y me salió muchísima sangre. Y también tenemos tripas. A lo mejor es una enfermedad de las tripas. Las tripas son redondas como un balón y están aquí Se tocó justo encima del ombligo con el dedo índice.
El corazón también está dentro, Xia. Un día, don Julián dijo en clase que el corazón es como un tambor que nunca para de hacer ruido: ¡bum bum!, ¡bum bum!, ¡bum bum!, hasta que te mueres y deja de sonar.
Yo sé pintar corazones dijo ella. Los pinto muy bonitos, de color rojo.
Pero a mí no hace falta que me pintes el corazón, Xia. A mí, lo que me tienes que pintar es pelo en la cabeza Y soltó una risotada enorme, como de adulto. De todas formas, no te preocupes, dentro de dos semanas me llevarán otra vez a la ciudad y me volverán a ingresar en el hospital. Cuando salga, ya verás: tendré el pelo así de largo Se puso las manos en la espalda, a la altura de la cintura. Como los cantantes o los que tocan la guitarra. Ya verás, ya Y volvió a reír.
La pequeña también reía. Se partía de risa solo con imaginarse a su hermano en pantalón corto, con las rodillas sucias, moviendo el cuerpo, sacudiendo la cabeza, con un pelo larguísimo que le llegaba hasta el culo. Con tantas ganas se rió que llegó a dolerle el pecho. Después, cuando dejó de ser la niña más alocada y risueña del mundo, pensó en lo que acababa de decir su hermano: dos semanas; volvía al hospital en dos semanas. Ese era el tiempo que le quedaba a ella para comprar la gorra. Y con ese plazo, con esas dos semanas martilleándole la cabeza, con esa angustia del que le falta tiempo, se metió en la habitación, alcanzó la cajita metálica donde guardaba el dinero y la abrió sobre la cama. Las monedas, desparramadas por el edredón, sumaron algo más de siete euros. «Poco dinero», pensó, y las volvió a reunir, las metió en la caja y se tumbó junto a ellas: en la cama, boca arriba, mirando al techo, mordiéndose las uñas. Primero las cinco de la mano izquierda, luego las de la derecha; una a una; con la vista perdida y el pensamiento ocupado en buscar soluciones, no a un problema de matemáticas, sino a un problema real.
Pasados unos minutos, Xia se incorporó de golpe. Se levantó, se bajó de la cama y abrió el cajón de la mesita, y los del escritorio; revolvió entre la caja de las muñecas y en el cajón de los juguetes; abrió la mochila, sacó el estuche y, poco a poco, fue haciendo una montaña con ganchitos del pelo, un bolígrafo de cuatro colores, vestidos de las Monster High, un libro de cuentos, unos pendientes con forma de mariquita, un banderín del Atleti, un colgante de Hello Kitty, y todo aquello que pensó que le podía servir.
A partir del lunes, entre clase y clase, la mesa de Xia se llenaba de cachivaches y abalorios que iba vendiendo hasta que, llegado el viernes, consiguió juntar casi cuarenta euros, que sumados a los que ya tenía, le permitían, por fin, comprar la gorra.
Ese mismo día, al salir del colegio, fue volando a casa, tiró la mochila en el pasillo y cogió todo el dinero. Se despidió de su madre, diciendo que se iba a jugar a la plaza, cruzó la calle como una liebre y entró en la tienda sin detenerse a mirar el escaparate. Delante del mostrador y, aún con la respiración agitada, le pidió a Pedro, el dependiente, la gorra de Ferrari.
No tengo ninguna gorra de Ferrari le contestó el hombre. Ayer vendí la que me quedaba.
Xia quedó inmóvil y con la boca entreabierta. Los ojos se le fueron llenando de lagrimones y dos velas le asomaron por la nariz. Pedro no pudo evitar contagiarse de la tristeza de la niña.
Puedo hacer un nuevo pedido, Xia. Si quieres, en tres semanas me traerán otra igual.
Pero no había tiempo. Tres semanas era una eternidad, un tiempo del que ella no disponía y le explicó por qué.
La compró Ramón, el de la pescadería le dijo Pedro. Podrías ir a hablar con él. A lo mejor no le importa darte la gorra si tú le prometes comprarle otra igual. Yo probaría, Xia. No te cuesta nada.
Pero a Xia sí que le costaba, le costaba horrores. A ella, una niña abierta y muy espabilada para su edad, no le gustaba aquel hombre. La verdad es que no sabía si era por sus ojos enormes como huevos duros y llenos de venitas, o por su barriga abultada donde cabían ella y dos niñas más. El caso es que Ramón le infundía un respeto que rayaba en el miedo. Pero no había alternativa, tenía que ir a hablar con él. La necesidad era mayor que el temor, y la cuestión demasiado importante como para rendirse sin intentarlo.
La pescadería, al ser viernes, cerraba antes de lo habitual por lo que, cuando llegó Xia, Ramón ya no tenía clientela y andaba recogiendo. La pequeña, aunque empezó titubeante, pronto se afianzó y le suplicó que le vendiera la gorra, que la necesitaba para regalársela a su hermano, para que pudiera volver al hospital como un gran piloto de Fórmula 1, como un campeón capaz de vencer a la enfermedad del pelo y salir de allí con una melena larguísima, de las que llegan hasta el culo El pescadero, orondo y colorado, dejó hablar a la niña hasta terminar. Después, se pasó la mano por la barbilla y se acarició el mentón: una, dos veces... Se puso de cuclillas, descansó las manos sobre los hombros de la pequeña y le propuso que fuera con él a su casa donde no tendría ningún inconveniente en darle la gorra para su hermano.
Al cabo de una hora, Xia salió de la casa de Ramón con las manos oliéndole a pescado, la gorra en la cabeza y la obligación de no contarle a nadie lo que allí había pasado.



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