jueves, 16 de octubre de 2014

El Gran Continental



     Agolpados en torno al cartel de suspendida la función, la gente empezó a elucubrar sobre el motivo por el cual el mayor espectáculo del mundo no alzaría el telón.    
El primero en hablar fue Joaquín, el estanquero, quien con sus dos metros largos y unos brazos sin fin, dio un par de palmadas al aire para llamar la atención de los que allí se encontraban. Observándolos desde su extraordinaria altura, cuando comprobó que todos mostraban interés, no dudó en afirmar que él conocía la razón de tan inesperado cierre.
─Me desvelé en mitad de la noche ─empezó a decir─ y, al asomarme a la ventana para deleitarme con uno de mis aromáticos puritos, a lo lejos pude ver cómo los elefantes del Gran Continental andaban, calle abajo, de puntillas y con los cuerpos encogidos. Sin duda, se habían escapado ─afirmó enérgico─, y huían del pueblo en busca de una vida mejor.
Como era de esperar, las palabras de Joaquín provocaron un runrún creciente que fue sofocado justo en el momento en el que un segundo protagonista se mostró dispuesto a contar su versión. Don Alfonso, el capellán, a la vez que daba saltitos para hacerse notar, movía sus dedos índice como si fueran limpiaparabrisas, negando de esta manera, lo expuesto por el estanquero. Expectantes por lo que el cura pudiera contar, todos se fijaron en él.
─Queridos vecinos ─Su voz ronca retumbó solemne─, conociendo las debilidades de Joaquín, es de suponer que la fuga de los elefantes solo haya existido en su disparatada imaginación ─Se escuchó un murmullo de voces y un gruñido del mentado─. Así pues, no seré yo quien dé crédito a sus palabras, máxime cuando en una visión reveladora se me ha representado esta misma mañana una escena en la que los leones, aprovechando un descuido, han avandonado sus jaulas y, tras comerse primero al domador, hicieron lo mismo con el hombre bala. Seguramente ─Su voz se volvió trémula─, en estos mismos momentos amenazarán al resto de artistas que, agazapados tras el hombre forzudo, estarán rezando todo lo que saben. 
Por supuesto, la intervención de don Alfonso no dejó indiferente a nadie y suscitó un gigantesco aluvión de comentarios: unos jocosos, otros punzantes. 
Con el alboroto en plena ebullición, fue Maribel, la esteticista, quien con una nueva intervención contribuyó de manera notable a aumentar el enredo de aquella discusión.
─Según rumores que han llegado a mis oídos ─Su tono estridente hizo que sus palabras llegaran agudas y chirriantes hasta los que estaban más alejados─, esta mañana han ingresado al faquir por haberse atragantado con un hueso de cereza. Si bien nadie me lo ha asegurado ─puntualizó─, puede que sea éste y no otro el motivo de la suspensión del espectáculo ya que, aunque su vida no corre peligro, es posible que tengan que amputarle el píe izquierdo. 
Séneca, el profesor de historia conocido por sus estrambóticas teorías, no podía faltar en aquella controversia. De hecho, pronto se le vio haciendo todo tipo de aspavientos; escenificando lo que, según él, era una auténtica tragedia. Cuando advirtió que todo el mundo se fijaba en él: cerró los ojos, contrajo el gesto y girando sobre sí mismo, como si diera vueltas en torno a un eje invisible, lanzó su perorata tan corta como contundente:
─¡No creo que sean capaces de advertir hasta qué punto estamos en peligro! ─Desde luego, el principio prometía─. Algo tan atroz no ocurría en nuestro país desde mediados del treinta y seis, y ya saben todos ustedes cómo acabó aquello ─sentenció, a la vez que detuvo su movimiento de rotación. 
Bien para quitarle hierro al asunto, o porque realmente así lo creía, Natalia, la esteticista, quiso restar credibilidad a la versión del profesor. Para ello, mientras alzaba la mano izquierda para pedir la palabra, hizo girar el dedo índice de su otra mano alrededor de la sien en un gesto inequívoco de lo que pensaba acerca de la salud mental del profesor. 
No es por llevarle la contraria a nadie ─empezó tímida─, pero si me permitís, os contaré una anécdota que bien pudiera explicar el porqué de este cierre. No sabría precisar si fue el martes de la semana pasada, o el miércoles tal vez, cuando ─carraspeó un poquito─ al depilar a la mujer barbuda, ésta me confesó estar harta de repetir siempre el mismo espectáculo y que, cansada también de tener que soportar todo tipo de chanzas, el día menos pensado se iba a quitar la barba, si es que no le daba por raparse la cabeza entera. Imagino ─concluyó─ que la pobre mujer habrá cumplido su amenaza sin calcular el perjuicio tan grande que ocasionaba al circo. 
Ante el cariz que tomaba la situación, y en vista de que los disparates no cesaban, los responsables del espectáculo se vieron obligados a dar una explicación plausible que pusiera punto final a tanta habladuría. Con la certeza de que el mago, por su labia, era el más indicado para dar explicaciones, apremiaron a éste para que se dirigiera a todos; y así lo hizo. Encaramado a lo alto de las taquillas y vestido como si fuera a dar comienzo su actuación, no le hizo falta mover un músculo para que todos los ojos se clavaran en él. 
─¡Muy buenas tardes, señoras y señores! ¡Mi nombre es Antoine y soy el prestigoso mago del Gran Cotinental! ¡Y me dirijo a todos ustedes ─hablaba mientras se remangaba hasta los codos─ para hacerles sabedores de que el único y verdadero motivo por el cual nos hemos visto obligados a suspender la función de esta noche es porque el pez payaso ha avandonado el circo ─Imaginen las caras de asombro─, y con él, se ha ido también la acróbata suplente! ¡Sepan todos ustedes que, en el momento en que contemos con unos sustitutos de garantías, anunciaremos la reapertura a bombo y platillo! ─Dio una sonora palmada y, de entre sus manos, apareció una paloma tan blanca que hería la vista. No he podido evitarlo ─se disculpó mientras el gentío aplaudía a rabiar su improvisado truco. 
Por fin, saciada la curiosidad de los allí presentes, a todos les entraron las prisas. Eurovisión empezaba en unos minutos y todavía tenían que volver a casa.


      



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