jueves, 6 de noviembre de 2014

Trabajo de nivel




     Me fijé en aquel anuncio que tuve que leer hasta tres veces ya que, además de interesarme, no acababa de entenderlo. Y digo que me interesaba porque se precisaba un delineante que es justo lo que soy; y puntualizo lo de no entenderlo porque el requisito imprescindible era la altura: los aspirantes debían medir, al menos, uno ocheta y cinco. La verdad, no entendía el porqué.
Acudí a la dirección indicada con la necesidad del que lleva dos años buscando trabajo y con unos zapatos nuevos que, aunque me costaron un dineral, aumentaban mi estatura en cinco centímetros. Me abrió la puerta una señora mayor que, al parecer, se resistía a serlo: llevaba los labios pintados, rímel en los ojos, las mejillas saturadas de colorete y un peinado tan extravagante que cuando me dijo que se llamaba María, mentalmente le añadí Antonieta. Me pidió con amabilidad que la acompañara hasta el estudio de su marido y, una vez en la puerta, anunció mi presencia.
El joven que llamó ayer ha venido a verte, Sátur.
Entré en el despacho con el cuerpo agitándose al compás que marcaban mis nervios, o como diría mi madre: hecho un flan. Allí, sentado tras su escritorio, vi por primera vez a Saturnino, un hombre de cierta edad con un rostro que, si me lo permiten, calificaré de caricaturesco, y me explico: su frente, totalmente despejada, contrastaba con unas cejas espesas y despeinadas que coronaban unos ojos chiquitines; llevaba unas gafas redondas que se sostenían, por arte de magia, en el último milímetro de una nariz fina y puntiaguda; y bajo ésta, un bigote como de Cantinflas, pugnaba por restar protagonismo a un mentón tan prominente y curvado que muy bien podía emplearse como percha para colgar abrigos. Después de haber visto aquella cara, puedo asegurarles que el batín a cuadros que vestía, no me impresionó tanto.
Me señaló una silla con un movimiento de cabeza y me dio los buenos días acompañados de una sonrisa desdentada, que era la sonrisa que mostraba Saturnino cuando no llevaba puesta la dentadura. Me senté, claro, y al hacerlo, el sol quedó a la altura de mis ojos; y aunque no dije nada, ni un segundo tardó aquel hombre en ponerse de pie para bajar un poquito la persiana. Fue entonces, mientras Saturnino forcejeaba con la cinta, que parecía haberse atascado, cuando tuve que ladear un poco la cabeza para no perder detalle de la imagen que tenía ante mí. Y no me refiero a que Saturnino llevara puesto todavía el pantalón del pijama, ni a que usara patucos, por cierto, cada uno de un color. Lo que realmente me dejó pasmado fue su estatura, o mejor dicho, su falta de altura. Metro y medio justito, calculé.
Con la impresión de estar perdiendo el tiempo y doliéndome en el alma el pastón gastado en los zapatos con truco, empecé a buscar la excusa que me permitiera salir de aquella casa que se me antojaba sacada de una película surrealista. Y en esas estaba cuando, por fin, la persiana cedió un palmo y dejó la línea que divide el sol de la sombra a la altura de mi pecho. Saturnino, triunfal, se volvió hacia mí haciendo el signo de la victoriacomo os lo cuento y volvió a sentarse en su sillón de piel. 

Un minuto, joven. Solo falta un minuto me dijo con la vista puesta en su reloj de pulsera.
¿Un minuto para qué, señor? No entendía nada.
Para que sepas en qué consistirá tu trabajo.
No tuvimos tiempo de hablar más. Un ruido que empezó siendo lejano se nos vino encima acelerado y nos atravesó como un rayo. A su paso, la casa vibró como vibran las casas que sufren los efectos de un terremoto de poca intensidad.
Acaba de pasar el tren de las diez y cuarto comentó con su peculiar sonrisa. El más veloz del día. Siempre a la misma hora.
Dicho esto, Saturnino se levantó con tanto ímpetu que la silla salió disparada contra la pared. Me agarró del brazo y me sacó al pasillo; quería que viera cómo habían quedado los cuadros que colgaban de sus paredes. Luego me llevó al salón y, con la mano extendida, me pidió que observara todos aquellos lienzos torcidos, también, por el efecto del paso del tren.
Pues bien empezó a hablar, ahora, de lo que se trata es de que, cuando yo acabe de apuntar en mi cuaderno hacia qué lado han quedado inclinados, tú los vuelvas a dejar perfectamente nivelados.
Permanecí callado durante unos segundos intentando encontrar un mínimo de lógica a lo que acababa de escuchar ¡Aquel hombre apuntaba hacia qué lado habían quedado inclinados los cuadros.
Bueno, verá... empecé titubeante, entiendo lo de la altura para llegar a los que están colgados más alto, pero ¿realmente necesita a un delineante para este trabajo?
Por supuesto contestó sin dudar. Solo un delineante puede alcanzar la precisión que necesito. Que sepas que no te puedes ir ni de un milímetro.
¿Y, para qué tanta exactitud? quise saber.
Tal vez algún día te lo cuente no dijo más.
Aunque ya han pasado veinte años desde la entrevista, guardo grabados en la memoria cada uno de los detalles de aquel día, el primero de dos décadas consagradas a ajustar a la perfección el nivel de aquellas réplicas de pinturas famosas; contribuyendo, con mi trabajo, a que Saturnino pudiera aplicar su teoría con la que conseguía derrotar a diario al todopoderoso mundo bursátil.
Ayer murió Sátur ─justo un año después que su mujer─, y yo, como único beneficiario, heredo toda su fortuna... y su método. Por cierto, si quieren un consejo: compren «telefónicas», El caballero de la mano en el pecho se ha inclinado esta mañana hacia la izquierda con un ángulo tan pronunciado que no me extrañaría que subieran más de un cinco por ciento en la sesión de mañana.   










     

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