jueves, 4 de diciembre de 2014

Al final del camino



     Honorio abandona el pueblo por el camino de las Lomas. Anda apresurado y arrastrando su vejez, y su cojera. El reloj de la iglesia, ¡tan!, anuncia que es la una. Y a los campos, agrietados por la sequía, les vendría bien que la lluvia que ahora cae con desgana, arreciara. Pero el viejo barrunta que apenas lloverá; una vida entera dedicada al campo le permite fallar poco en sus augurios. 

Ha salido abrigado. Honorio lleva puesta una pelliza algo vieja, los pantalones de pana gruesa, unas botas de montaña ya gastadas, y su inseparable boina de lana negra, echada para atrás como si la fuera perdiendo, dejando al descubierto media cabeza limpia de pelo, aunque llena de manchas del color del café con leche. 

Cuando llega al cruce del cementerio, se detiene un momento, y saca un pañuelo con el que limpia las gotitas que se han ido acumulando en las gafas. Así, sin las gafas, todavía aparenta más edad: sus pómulos huesudos abultan con renovado descaro, y sus ojos son dos granos de pimienta, tan hundidos en sus cuencas, que parecen estar huyendo hacia el cogote.

Honorio echa a andar de nuevo. Les describo la imagen: un anciano por el camino, con un carrito de lona; el pueblo, difuminado, al fondo; el cielo abriéndose en claros; y un perro, bajo el almendro, lamiéndose el cipote. El viejo retoma el paso, les decía, y lo hace por el tramo del camino que transcurre paralelo a la antigua general, carretera por la que apenas pasan coches desde que acabaron la autovía, la puta autovía como le gusta decir a él; la que ha borrado al pueblo de los mapas; por la que escaparon los jóvenes en busca de trabajo; la misma que cogieron, primero Antonio, el mayor, y luego Elena. Sus dos hijos se fueron ya ni se sabe cuándo, y ellos se quedaron allí: Asunción y él, los dos; envejeciendo al ritmo que van muriendo sus vecinos; imaginando cómo vivirán los hijos... cómo crecerán sus nietos. «Están muy altos», les contó un día Elena por teléfono. Asunción cuando hablaba con sus hijos, unas veces reía y otras lloraba. Ahora, nada. Hace más de un año que dejó de atender las llamadas. Ya no podía, su maldita enfermedad se lo impedía. 

Al llegar a las carrascas, se desvía por el ramal de la izquierda. A partir de allí empieza un repecho corto pero muy pronunciado y con un firme pedregoso que conduce al alto del Olmo. El viejo avanza con dificultad; todo son trabas: su cojera, el desnivel, el carrito de lona tropezando con los cantos… Y se acuerda de Mazapán, su burrito tordo, el que tuvo de chaval, y que tan bien le vendría ahora. 

Cuando por fin llega a lo más alto, se para, suelta el carro y dibuja una figura llena de cansancio: las piernas flexionadas, el tronco echado hacia delante, las manos apoyadas en las rodillas, y la cabeza agachada. Su respiración, a bocanadas, es la de un pez en pleno monte. 

Con el pulso volviendo al sosiego, y el cuerpo enderezado, Honorio llena sus ojos con el olivar de los Antúnez. El paisaje, bonito de por sí, adquiere hoy mayor belleza gracias a que el viento, que parece ir cogiendo brío, hace ondear el verde que todo lo cubre, simulando un mar revuelto. Al viejo siempre le han gustado aquellos árboles, en ellos se reencuentra con su infancia, y con sus padres. Ahora mismo le parece estar allí con ellos, y con los demás jornaleros. «Honorio, coge ese montoncito, las tienes al lado del pie, casi las pisas», cree estar escuchando a Octavio, el capataz que todos los años reclutaba a los hombres y mujeres que trabajaban aquella finca. Después, recuerda su casa. Recuerda que olía a sopas de pan, a aceite, a puchero de invierno, a miel de romero algunos días. Honorio traga saliva. Se acuerda también del patio lleno de leña, del chisporroteo de la chimenea, del corral de las gallinas y del mordisco mal curado de una rata, el que le produjo la cojera. Recuerda su cama: alta como una montaña y mullida como las nubes blancas, las de algodón. También recuerda el embarazo de su madre, de su pobre madre. «Pronto tendrás un hermanito», le dijo. Y recuerda los lloros, y a las mujeres que lo retuvieron para que no mirara dentro, y a su padre de negro; ya de negro hasta el último de sus días. El viejo se detiene un momento, se saca el pañuelo, y se suena los mocos. 

Ha dejado de llover, y el viento arrecia. Honorio emerge de su pensamiento con un pequeño escalofrío y gira la cabeza a la izquierda, en busca de la Encina Madre, la más querida y venerada de la comarca. El viejo recorre la distancia hasta llegar a ella con un bombardeo de imágenes que le llegan a fogonazos; en todas aparece Asunción, la mujer a la que tanto ha querido, y a la que esta mañana ayudó a dejar de respirar. «Solo espero que no le haya dolido», piensa el viejo mientras, del carrito de lona, saca el taburete y la soga.

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