jueves, 18 de diciembre de 2014

Otra Navidad




     Mientras me tomaba el poleo, Javi se remangó el batín y, con la habilidad de un equilibrista, llevó al fregadero su plato y el mío, las cucharas, el cuchillo, y los dos vasos vacíos. Guardó las servilletas en el cajón de los cubiertos, tiró las pieles de naranja a la basura, y devolvió el pan que había sobrado a la panera. Después, sacó el estuche y la libreta de la mochila, y volvió a sentarse frente a mí, sin decir nada, clavando sus ojillos de ratón en la taza que, humeando como la boca de un volcán, sostenía entre mis manos.
¿Quema mucho, mamá?
Un poquito le respondí antes de dar el siguiente sorbo.
Con la llegada del frío, solemos comer en la cocina. La orientación sur le proporciona claridad y algo de calor. 
Antes, cuando éramos tres, nos resultaba un poco incómodo por la falta de espacio; ahora, para los dos, nos sobra. 
Apurada la infusión, limpié el hule, lo enrollé, y lo dejé apoyado en la esquina, junto al horno. Con la mesa limpia, encendí el calentador para fregar lo poco que habíamos ensuciado, y Javi se puso con los deberes. 
¡Los voy a acabar enseguida, mamá! ¡Solo tengo de mates y están chupaos! me dijo, moviendo la cabeza y los brazos a modo de baile egipcio. 
Las prisas de Javi estaban justificadas, y su alegría también. Era el primer viernes de diciembre, la fecha indicada para engalanar la casa. Para nosotros, la Navidad empezaba ese día. 
Una vez subidas del trastero las cajas con los adornos, nos dispusimos a decorar el salón.
Envueltos en el calorcito agradable de la calefacción, comenzamos por armar el árbol. Desde el pie, fuimos ensamblando las piezas en las que se divide el tronco y extendiendo con cuidado las ramas. Colocamos las luces, intentando por todos los medios que no se viera el cable, y distribuimos las guirnaldas de tal manera que dibujamos una espiral multicolor con ellas. Colgamos las bolas: pusimos las más grandes y vistosas en las ramas bajas, y arriba las pequeñas. El resto de adornos los repartimos, entre risas, sin seguir ningún criterio. Después, con mucho cuidado, arrastré un poco el árbol hacia el rincón que queda entre el sofá y la ventana, extendimos el faldón con el que cubrimos el pie y, aupándome de puntillas, coroné la parte más alta con la estrella. «Nos ha quedado precioso», pensé. Por último, le pedí a Javi que bajara las persianas, enchufé las luces para comprobar que todavía funcionaban, y ¡voilà!...
¡El gran abeto! anunció mi niño a grandes voces. Su cara era la de un chiquillo de once años rebosante de felicidad.
Yo, aunque también sonreía, lo hacía con menos ganas y es que, por mucho que ya hubieran pasado tres años, la llegada de diciembre seguía reabriendo en mí el dolor de una herida mal curada.
Con el pensamiento todavía entre nubarrones, y los ojos ligeramente húmedos, vestí los cojines con fundas en tonos granates y estampados de campanillas doradas, y decoré la mesa de centro con un montón de cajitas de colores que simulaban regalos. A mi espalda, Javi, que acababa de poner un CD de villancicos, me esperaba con una sonrisa enorme y las figuras del Belén.
Aparta eso, mamá dijo, señalando hacia el mueble de la tele con un movimiento de cabeza.
Guardándome el dolor para otra ocasión, quité el tibor panzudo y la figura del perro schnauzer, que dejé en el aparador; moví un poco el televisor para dejar algo más de espacio; y Javier, arrodillado, a la vez que cantaba, fue colocando el Portal con el Niño y la Virgen, y detrás la mula y el buey. Como todos los años desde que su padre nos abandonó, volvió a excluir a San José.



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